Antes de nada, hay que tener claro el concepto de intimidad. La intimidad es el derecho de una persona a que otras no invadan su privacidad; es decir, que solo se sepa de alguien lo que él mismo quiere mostrar.
Aunque con el paso del tiempo hay circunstancias que han cambiado, hoy en día hay continuos ataques a nuestra intimidad, voluntarios o intencionales.
En primer lugar, deberíamos ser conscientes de que, en muchas ocasiones, nosotras mismas ponemos en riesgo nuestra privacidad, desde el momento en que publicamos o compartimos fotos, comentarios, ubicaciones y publicaciones, por ejemplo. Algo tan simple como una foto de perfil (en bikini, de un tatuaje nuevo, etc.) en cualquiera de nuestras redes, puede estar dando información sensible a personas de las que no somos conscientes, como compañeros de clase, de trabajo, vecinos, etc.
Además, actos involuntarios como ese pueden ser causantes de violaciones a la intimidad o, incluso, recibir acoso. Uno de los casos más claros de violación de la intimidad es el reenvío de chats y/o imágenes privadas donde se pueden dar a conocer contenidos sexuales o religiosos, entre otros.
Pero, ¿y qué hay de la familia? ¿Quién no tiene una tía, una abuela o un padre que pregunta sin pudor si tienes novio, cuándo te vas a casar o a tener hijos?
Nuestros padres y madres suelen creer que tienen derecho a saber absolutamente todo de nosotros: con quién quedamos, salimos o incluso hablamos. Con la falsa idea de que es por nuestro bien, muchas veces sobrepasan el límite entre la protección y la invasión de la intimidad.
Por último, es la propia sociedad la que de forma consciente o inconsciente nos pide que revelemos datos íntimos. Por ejemplo, para tener cualquier documento legal tenemos que identificar nuestro sexo y edad. Además, es conocido que en algunas entrevistas de trabajo hay preguntas dirigidas a conocer la religión, la orientación política o situación familiar. Visto así, realmente nuestra intimidad no es nuestra.
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